LA ESPADA DEL COMUNERO
LEYENDA HISTÓRICA
II.
Vértigos causa al sentido
el penetrar en su estancia
que purísima fragancia
embalsama por doquier,
y en la que el vuelo atrevido
de su oriental fantasía
reunió cuanto podía
dar alimento al placer.
Cubre el suelo rica alfombra,
sobre cuyo fondo perla
trazó un cupido al tejerla
artífice su rival;
Cupido que con su dedo
puesto en los risueños labios,
vela amorosos agravios
medio oculto en un rosal.
Anchos tapices flamencos
llenan las altas paredes,
y en ellos también sus redes
quiso tender el amor,
porque siempre tras las flores
más burlón que satisfecho,
asoma de trecho en trecho
su semblante encantador.
No hay allí lámpara alguna
que obstente su roja llama,
mas doquiera se derrama
ténue fulgor sin igual;
y es que están en la techumbre
los rosetones abiertos,
y allá en su fondo cubiertos
de esemerilado cristal,
cien luces, pues, no una sola
alumbran aquel recinto,
más con fulgor tan distinto
y tan dulce, que al mostrar
allí una mujer sus gracias
pareciera al que la adora,
Venus que abortó en la aurora
la blanca espuma del mar.
¿Será acaso este atavío
hijo de amarga certeza
que el brillo de una belleza
necesite enaltecer;
o será que amando loca
doña Guiomar se asegura
por si llega su hermosura
a herir pero no a vencer?
No por cierto, que hacer de ella
tan ruines suposiciones
sería sus intenciones
de mala fe calumniar;
porque es su belleza tanta,
y son sus rasgos tan vivos,
que prestados atractivos
desdeña para triunfar.
Alta , esbelta y arrogante
muestra sus formas redondas
bajo las revueltas ondas
de amplio tejido sutil;
y es su pecho, que el corpiño
ciñe y a cubrir no acierta,
como una rosa entreabierta
que nace al aura de abril.
Pálida es su tez, mas brillan
con tanto fuego sus ojos
que, como en sintiendo enojos
la encienda vivo arrebol,
parece que ellos la abrasan,
y en vario contraste aduna
la palidez de la luna
con los reflejos del sol.
Fresca, roja, fina y breve
es su boca de amor nido,
su voz parece el sonido
de un arpa que el viento hirió;
y su negra cabellera
que prende con rico broche,
es un manto que la noche
sobre su espada rizó.
¿Cómo extrañar, pues, que viendo
tal belleza y gracias tantas,
enamorado a sus plantas
caiga D. Luis de Aguilar?
¿Cómo extrañar que su brillo
eclipse a la pobre Menga,
y él la olvide, y loco venga
en pos de doña Guiomar?
Cruel sospecha alzó la anciana
en su corazón sincero,
mas el bravo comunero
no conocía el temor;
y así su duda acallando,
penetró con arrogancia
en la perfumada estancia
que hemos descrito al lector.
No hicieron ruido sus pasos
sobre la mullida alfombra,
pero sin duda su sombra
le anunció a doña Guiomar,
porque saliendo a su encuentro
y tendiéndole la mano
-Sé que no esperaba en vano,
dijo, y le mandó sentar.
Dudo el mancebo en qué sitio
cumplir tan dulce mandato,
mas con ella, con recato
pero con claro interés,
en un sillón inclinándose
adelantara discreta
una bordada banquetea,
D. Luis se sentó a sus pies.
Un instante de silencio
se siguió, D. Luis los ojos
posaba casi de hinojos
en la espléndida beldal;
y embriagado por su dicha
trataba de hablar en vano;
mas ella tendió su mano
que él asió; y le dijo:-Hablad.
-Cuando la fiebre devora,
cuando se pierde el sentido
¿quién será tan atrevido
que a hablar se atreva, señora?
Os miro , y es lo mejor,
vuestros ojos me consuelan,
y harto los míos revelan
la inmensidad de mi amor.
-¿Es inmenso?
-¡Sin igual!
-Mil veces me lo habéis dicho,
pero yo tengo un capricho…
-¡Oh! ¡decidme cual es! ¿Cuál?
-Don Luis, habéis de advertir
que si saberlo queréis,
fuerza es que lo adivinéis
pues no lo quiero decir.
-Señora…
-Cien veces ya
me habéis jurado (no os riño)
que es grande vuestro cariño…
mas la prueba ¿dónde está?
-Guiomar…
Eterno mendigo
de ese amor intenso y loco,
habéis ido poco a poco
venciéndome; como amigo
os oí la vez primera,
jugasteis tal dicha vana,
y de noche a la ventana
me pedisteis que saliera.
Cedí, por segunda vez,
y a los tres o cuatro días
dijisteis ”Las ansias mías
hallan en vos esquivez”
“¿Por qué?”,” porque su amargura
nunca queréis mitigar
dejándome contemplar
de cerca vuestra hermosura:
porque a vuestras plantas es
donde me arrastra mi empeño…”
Y bien, señor pedigüeño,
ya estáis postrado a mis pies:
ya vuestra dicha es colmada,
mas la aceptáis de tal modo,
que sois complacido en todo
y no me concedéis nada.
-Tan inmenso es el favor
que no sé con qué pagar.
-Señor D. Luis de Aguilar,
¿en él, no empeño mi honor?
al vuestro ¿no se lo fio?...
¡Pues no sois en lides diestro
si no veis que sólo el vuestro
puede ser prenda del mío¡
-¿Qué es lo que queréis decir?...
-¿Y vos me lo preguntáis?
Pues si a mis plantas estáis
y amores sabéis sentir;
si en vos mis miradas clavo
y a vos el amor me llama,
¿me habéis de hacer vuestra dama
sin haceros yo mi esclavo?...
¡Don Luis, mi honor por tu amor
voy insensata a olvidar!...
¿Quieres tú sacrificar
por mi cariño tu honor?
Mudo quedose el mancebo,
soltó la mano que asía,
y una duda, duda impía,
por su frente resbaló;
mas reportándose al punto
juzgó su recelo vano
y volviendo a asir la mano
de este modo respondió.
-Guiomar, mi amor hacia ti
es tan grande, tan profundo,
que no hay pasión en el mundo
que le iguale en frenesí.
Mándame arrostrar sus iras,
mándame que por ti muera,
y la muerte placentera
me será: si es que suspiras
por riquezas y tesoros
que hollar con tu breve pie,
yo arrancárselos sabré
a los indios o a los moros:
si lauros, de mi valor
pretendes, lauros tendrás,
mas no me pidas jamás
que sacrifique el honor.
-¿Por qué entonces se propasa
tu afán, y con labio impío
me pidió que hollase el mío
admitiéndote en mi casa?
¿Tan poco a tus ojos valgo
que imaginas de otro modo
servirme?...
-Tuyo del todo
soy, Guiomar, más soy hidalgo
y no puedo…
-¡Oh! ¡bien está!...
A tus palabras me ciño,
quise probar tu cariño
y su pequeñez vi ya.
Necia al escucharte fui
mas a buen tiempo advertida
remediaré decidida
mis yerros, huye de mí.
-Guiomar…
-Mi resolución
es irrevocable…
-Sea…
mas se me ocurre una idea,…
-Decidla.
-Que sin razón
obramos ambos.
-¿Por qué?
-Porque mi cariño hieres
sin decirme lo que quieres
y yo niego, y nada sé.
Acaso a tu petición
ceder pueda…
-¡Desvarío!
¿Tú escuchar el ruego mío?...
¡Si sintieras la pasión
que en mi pecho se desborda,
si ella abrasara tus venas,
y rompiendo sus cadenas
fuera a los deberes sorda;
si su ardiente inmensidad
te arrastrara en loco exceso
a despreciar por un beso
la vida y la eternidad,
no tendrías esa calma
que mi altivo orgullo ofende
y dirías “¿Lo pretende?...
¡Pues doy por ella hasta el alma!”
-Por fin saldrás vencedora:
Habla.
-¿Aunque a tu honor atente?
-Sí.
-Pues bien; lugarteniente
del obispo de Zamora
eres…
-Cierto.
-De Monzón dueños sois…
-¡Y bien! No infiero…
-A Fuentes de Valdepero
que se halla sin guarnición
iréis pronto.
-Es la orden dada.
-Pues fuerza es que al ir a Fuentes
el obispo con sus gentes
caigan en una emboscada;
tú los guías y…
-Callad…
¡Vive Dios! ¿y vuestra lengua
osa proponer tal mengua?
¡Antes de mi liviandad
me arrastre a tan vil traición,
antes que la satisfaga,
sabré con mi propia daga
desgarrarme el corazón!
No pretendáis insistir.
-Don Luis…
-No ha mucho que fiera
me dijisteis que saliera…
¡Pues bien, dejadme salir!
Dijo el valiente mancebo
y sin mirar a la hermosa
que con risa desdeñosa
le vio a la puerta marchar,
abriola con mano firme,
mas pasando sus umbrales
las hojas de cien puñales
miró en su pecho brillar.
-¿Qué es esto?-Rugió indignado
volviéndose a la traidora,
y ella, con voz seductora
pero llena de rencor,
-Esto es-respondió, que quiero
que vuestro sino se tuerza,
y va a conseguir la fuerza
lo que no logra el amor.
-Ni ella ni él podrán hacerme
ruin e infame-Don Luis dijo.
-Nada ya a tu honor exijo
-contestó doña Guiomar,
-pero sabes que odio a Acuña,
que humillar quiero a sus gentes,
y es preciso que no intentes
mi secreto revelar.
Llevadle-¡Rayo de cielo!
gritó Don Luis, y su espada
fue a empuñar, mas desarmada
su mano diestra se alzó;
luchar quiso, pero asiéndole
un hombre, con saña fiera.
-Yo soy Andrés de Rivera,
ríndete al rey, le intimó.
Bien su necia confianza
conoció entonces el mozo,
bien la infamia sin rebozo
de aquella mujer fatal;
que el hombre en torpe lazo
le cogía con sus gentes,
era el alcaide de Fuentes;
era su oculto rival.
Vencido y desesperado
iba a ceder a su suerte,
cuando anunciando la muerte
se oyó una detonación;
corrió Andrés a una ventana
y en el momento de abrirla
el grito ¡arriba Castilla!
resonó en la habitación.
-¡Vive Cristo! El de Rivera
clamó con voz angustiada.
Un grupo de gente armada
viene hacia la catedral.
Y volviéndose a los suyos
-¡Son los del obispo Acuña!...
añade, y su acero empuña
rugiendo como un chacal.
Unos aterrados quedan;
otros ¡imposible! gritan,
y airados se precipitan
a la ventana en tropel;
y Don Luis que los contempla
con júbilo sobrehumano,
ase fiero al más cercano
y cierra a golpes con él.
Cae el traidor, y su acero
deja libre, aunque le enoje;
el de Aguilar lo recoge,
aparta a Doña Guiomar,
lanzase por la escalera,
abre la puerta con fieros,
y -¡Aquí de los comuneros,
grita, venid a triunfar¡
(Ir a la tercera parte)
MANUEL VALCÁRCEL
Año 1.878
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